A cualquiera que no sepa lo que es
una clepsidra le diré que no es un animal venenoso, se trata nada más – y nada
menos – que de un dispositivo sencillo llamado reloj de agua que, como su
nombre da a entender, sirve para medir el tiempo, o más concretamente sus
intervalos. Sin embargo, a mi me gusta salir del agua y tenderme en la arena.
Ese es otro reloj, tan curioso que, cuando es lo suficientemente grande, por él
navegan camellos, hombres y mercancías.
La parte superior tiene forma de
copa, es transparente y contiene arena muy fina, que deja escapar como por
descuido a través de una garganta de cristal que da paso a una copa invertida,
allí se acumula el polvillo dorado y, por así decirlo, también el tiempo.
Yo, debo advertirlo, no soy un
entendido si no un simple aficionado a los relojes y por extensión, al tiempo,
aunque no he logrado entenderlo hasta el extremo en que lo hacen los virtuosos,
que pueden detenerlo e incluso hacerlo retroceder.
En cuanto a los relojes, imaginad
que antes pensaba que una clepsidra es un reloj de agua, con un nombre tan
líquido como el de los reyes hititas. Creía que no podía ser de otra forma.
Debo admitir que también me sorprendió que dando la vuelta al artilugio la
arena fluyera de nuevo, aunque no sabía si ese acto hacía que el reloj contase
el tiempo hacia atrás o es que iniciaba un nuevo ciclo.
La clepsidra no parece nada del
otro mundo hasta que se aprende a apreciar su color. Yo podía contemplarla
durante horas sin saber por qué, hasta que comprendí su hermosura siniestra,
hasta que tuve que hincarme de rodillas para rogar a los dioses pasados,
presentes y futuros que me mostraran el secreto de su extraordinaria belleza.
Al fin descubrí que no era un reloj de agua porque su hermosura era la de una
tormenta de arena, no la de una ola gigante.
En medio de esa tormenta, la lluvia
de oro golpea mi rostro, azota mi piel con millones de agujas y me muestra,
como un velo tenue, un arco iris de oro, de plata, de titanio, de diamante…
oros y sombras solo para mí. ¿Por qué?
¡Qué hermosas las paredes de esta
clepsidra, dotadas de ningún lugar! Unos cristales tan limpios que me muestran
de niño, muy pequeño intentando comer un trozo de periódico mojado en leche;
creo que no me gustó demasiado, escalando una silla, una gran proeza, y siendo
un jovenzuelo viviendo la dureza del desamor; mis lágrimas sobre un féretro, y
sobre otro féretro; mi piel emergiendo de la muerte y mis rosas más preciadas
sobre otra tumba y sigo envejeciendo. La clepsidra muestra su cielo dorado, el
color de una vida cualquiera; tal vez el tiempo no ha existido nunca; solo
ahora, cuando arroja su arena sobre mí para acabar de enterrarme.
Tengo que hacer un esfuerzo o esa ola acabará conmigo.