Posiblemente
el paso más importante de la humanidad tal como la concebimos fue fortuito.
Debió de ocurrir hace decenas de miles de años y consistió en algo que nos
parece tan simple como la comprensión de la propia extinción y, como
consecuencia, del hecho de existir.
Hubo un
momento en la historia del hombre en que alguien (No tuvo que ser
necesariamente un solo individuo; pudo existir un fenómeno de simultaneidad)
ante la muerte de un ser próximo intuye la propia, y en consecuencia la
existencia de la muerte en general. Esto nos enfrenta incluso hoy ante algo
abstracto e incomprensible por su propia irreversibilidad, que afecta a todo
aquello que es susceptible de tener vida y que nos afecta por nuestra falta de
experiencia sobre la “nada”. El impacto que debió de producir este
descubrimiento en aquel que por primera vez se asomara al vértigo del no ser
transformó su forma de pensar y, paulatinamente, de los que le rodearon y le
sucedieron. ¿Dónde colocar la identidad de aquellos que se habían descubierto a
sí mismos poniendo el Yo en lugar del Tú imperante hasta entonces, a partir de
la antítesis del no existir frente a la propia existencia?
El
temor que provoca el dejar de ser; para quien solo conoce la existencia es una
experiencia que acompaña al individuo desde el momento en que tiene conciencia
hasta su muerte. Algo parecido ha debido sucederle a la especie humana y es un
elemento que hasta que no se demuestre lo contrario, nos diferencia del resto de
las especies.
La
auto-conciencia mantiene una relación dialéctica con la muerte cuyo concepto no
se puede afrontar desde la propia experiencia; ello lleva a un intento
desesperado de justificación de la vida como germen de una expansión de la
vitalidad más allá del límite que conocemos en los demás. Trascendencia.
La
relación con el otro se torna valiosa, emocional en un sentido humano, los
demás son reflejo de uno mismo en lo efímero del ser, los demás son imagen
especular de uno mismo y de los demás dependen la propia vida y muerte, que
adquieren, un sentido metafísico.
La
cultura hasta entonces había sido rudimentaria, ya que su objetivo era la
supervivencia colectiva en el plano material; pero a partir de ese instante
cobra un valor distinto. La cultura tiene que buscar para los individuos la
supervivencia más allá de la propia muerte, adquiere valores trascendentales y
se humaniza. Hasta entonces el hombre había dialogado con la naturaleza como
algo que esta fuera; pinta bisontes como imágenes de aquellos animales que
desea cazar. Después del autodescubrimiento aparecen humanos cazando. También
celebra el hombre ritos funerarios, honrando las tumbas de sus semejantes con
adornos naturales o manufacturados.
No es
ajena al descubrimiento de la muerte y al desarrollo de una cultura de tipo
espiritual, la aparición del mito. El mito es un primer esbozo de lo que será
después el mundo racional; se trata de un primer intento de explicar aquello
que es inasequible a la propia experiencia.
Un
hombre mira al sol, lo ve todos los días prácticamente desde que nació y sabe
que los que ya han muerto lo vieron desde su nacimiento; sabe que es fuente de
calor y de alimentos. Los hombres mueren y el sol siempre está ahí, igual que
los demás astros, las montañas y los ríos, los desiertos y el mar. De alguna
forma estos fenómenos tienen un poder muy superior al suyo. Ellos no mueren;
luego serán necesariamente dioses. El hombre ha creado un nuevo concepto:
además de existir la vida, también existe la divinidad, que trasciende a la
vida, es trascendente en sí misma.
Ahora
hay algo que puede explicar la propia existencia, y al tiempo salvar el abismo
conceptual que implica el no ser: la inmortalidad como algo que se puede
observar todos los días; entonces, ¿por qué no una inmortalidad propia aunque
sea bajo otra forma, menos radiante que los astros, pero mucho más importante
para los hombres, ya que es la continuación de la substancia propia?
Todo este proceso no se produciría de la noche a la mañana, puede que
tardara algunos milenios en decantarse, pero sin ése salto a la conciencia no
seríamos, para bien o para mal lo que ahora somos.