Esta es, naturalmente, una historia de
piratas.
Como tal, su centro de operaciones es la
mítica Isla Tortuga. Quizá no todos sepáis el origen de la asociación entre esta
isla caribeña y los bucaneros.
Hubo una época en que la Tortuga era una
isla habitada por cazadores de cerdos y de vacas asilvestrados, que vivían del
comercio de esta carne, que ahumaban colocándola sobre una especie de
parrilla llamada “bucán” – de ahí el nombre con el que se harían famosos – y que
luego vendían a los barcos que pasaban por las inmediaciones, naturalmente de
contrabando.
Las autoridades de la zona, a la sazón
españolas, que detentaban el monopolio del comercio en el Caribe no veían con
buenos ojos estas actividades; así pues, el Virrey de La Española envió una
expedición de castigo contra la isla. Los habitantes de esta fueron masacrados
sin piedad, hombres, mujeres, niños… pero fueron muchos los que se salvaron
porque se encontraban cazando en el interior de los espesos bosques que había en
la isla. Cuando regresaron al poblado y se encontraron el terrible panorama se
juramentaron – eran todos hombres duros de pelar, y el ejercicio de la caza los
había convertido en tiradores certeros – para, a partir de ese momento, no
perdonar a ningún barco que se cruzase en su camino. Así nació la Hermandad de
la Isla de la Tortuga.
Y fue así como se inició una aventura
que quizá causó más estragos al comercio del Caribe y trasatlántico que las
propias fuerzas de la naturaleza. Y yo me pregunto: ¿Mereció la pena no hacer un
poco la vista gorda y castigar de un modo tan cruel a unos contrabandistas
inofensivos?
Hoy existen otros Caribes: entre ellos el
editorial y el informático; en ellos navegan piratas de la talla de Sir Francis
Drake o Sir Walter Raleigh – quién no ha oído hablar de los hackers y crackers -
, también hay autoridades y potentados que ejercen el monopolio comercial
mediante el sistema de patentes y, por último, sencillos bucaneros. Estos
preparan en los modernos bucanes copias de diversos productos que luego venden a
pequeña escala y a precios mucho más asequibles que los originales, aunque la
mayoría lo hace gratuitamente mediante descargas en la red.
Las autoridades, celosas del monopolio
suelen atacar a estos últimos (a los Drakes les tienen más respeto o miedo) y
pretenden castigos desproporcionados por la copia de un libro o de un CD, han
creado un canon absurdo que todos conocemos –y esto en nombre de la “propiedad
intelectual”.
No hay mayor defensor de la propiedad
intelectual que yo; sería tonto si no lo fuese, ya que pretendo ser escritor.
Pero tal derecho oculta ciertos abusos amparados en un régimen de monopolio. Si
una empresa tiene la patente de un programa informático, por ejemplo, puede
ponerle el precio que le dé la gana, ya que no va a tener competencia durante un
tiempo en ese mercado, y no todos podemos pagar ochocientos euros por un
programa.
Se pueden defender estos precios
basándose en el echo de que desarrollar un producto tecnológico resulta muy
caro, pero si otro producto similar sale al mercado el precio del primero puede
caer hasta la mitad – en competencia perfecta – lo que contradiría la primera
afirmación. Entonces, ¿no sería mejor para todos reducir los precios desde un
principio?
Tal vez así se podría evitar buena parte
de la piratería, de paso se vería reducida la brecha tecnológica entre los que
tienen y los que no tienen y por último, quizá pudiera desviarse parte de los
impuestos que ahora se usan en atacar a esta Isla Tortuga moderna en cosas más
necesarias para esa gran mayoría de la sociedad, los que no vivimos de las
patentes.
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