Ahora se iría a su casa; le esperaba una cama vacía
y un plato de comida recalentada, después la televisión como único consuelo.
Benigno encontraba su existencia desierta, como su casa; pensaba que nunca
había hecho nada para llenarla, que había desperdiciado algo tan preciado como
su propia vida. Apenas le quedaban recuerdos que merecieran la pena, que le
sirvieran de consuelo, salvo uno quizá.
Era la única experiencia apasionante que había
tenido; ocurrió hacía muchos años, cuando era joven. Había hecho un viaje al
Canadá con su mujer en la luna de miel. Ella no estaba ya, había muerto años
atrás dejándole completamente solo, porque tampoco habían tenido hijos. La
verdad es que de pensar en lo poco que le quedaba, de recordar su soledad
perenne, se le quitaban las ganas de seguir viviendo.
Aquel viaje había sido una locura indiscutible;
había consumido todos sus ahorros, pero fueron felices cada segundo
de aquel tiempo que pasaron enteramente unidos. Recordaba con especial cariño
un poblado indio que habían visitado durante unas semanas. Los lugareños
parecían felices con sus pertenencias modestas, tenían un chaman que les
curaba las heridas del cuerpo y del alma, y un Tótem de madera enorme rematado
en una cabeza de águila que les protegía de los hombres y de los espíritus. En
cuanto a su sustento, tenían caza y pesca abundante, y las plantas silvestres
rebosaban de frutos; la naturaleza les ofrecía más de los que ellos podían
tomar.
El
personaje más interesante era el viejo hechicero, que parecía haberle tomado
apego. Pasó mucho tiempo junto al mago escuchando sus enseñanzas sobre qué
plantas se podían coger y cuales no, porque roban el alma, y qué animales
podrían ser protectores y cuales enemigos. También le habló del poder de las
piedras y los amuletos, que aunque parecen muertos también tienen espíritu, y
le relató algunas leyendas de su pueblo que le ayudaron a comprender en parte a
aquellos hombres singulares, que carecían de ambiciones disparatadas, de odios
y de codicia; aquellos a los que los occidentales habían denominado “salvajes”,
pero que a juicio de Benigno, se encontraban mucho más próximos a la idea que
este poseía de “civilización” que los habitantes de su propio mundo.
La última noche de su estancia en el poblado, Sombra
de Águila, que era el significado del nombre impronunciable del brujo, le llamó
a su hoguera.
-
He visto en tu corazón, - le dijo- es un corazón bondadoso, pero también un
corazón que contiene la semilla de la tristeza, esta semilla crecerá y crecerá,
hasta que llegues a querer abandonar el mundo. Toma este amuleto; es un
águila, el tótem de mi clan que ahora es también el tuyo. Tiene “mana”, y su
“mana” está unido con el mío. Cuando tu corazón quiera abandonar esta vida,
úsalo para llamarme.
Cerró el libro de cuentas y empezó a recoger la mesa
cuando sus ojos grises, casi muertos, se posaron en aquel cajón; lo abrió. El
talismán estaba al fondo. No recordaba por qué lo había guardado allí. Lo
observó detenidamente. Era una pequeña talla de hueso con forma de águila. No
podría asegurarlo, pero le pareció ver que la figura cambiaba de color al
tiempo que el aire del despacho adquiría una calidad turbia y luminosa. “Sube a
la azotea”, la voz se abrió paso a través de su cabeza hasta alcanzar el rango
de certidumbre. Benigno obedeció y salió del despacho sin saber por qué.
Se encontró en la azotea del edificio con la
figurilla todavía en la mano. Algo le hizo volver la mirada, vio entonces un
águila enorme posada sobre una barandilla.
Alguien le dijo en un susurro: ”ven, fúndete
conmigo”. Benigno se acercó hasta tocar a la rapaz, que no se movió salvo para
agitar su regia cabeza. El tacto de las plumas era suave y cálido, pero el
águila era translúcida, como una escultura de acuarela. Al momento se notó
ligero, se deshacía, se notaba plumas, garras... Su interior y también el mundo
exterior de alguna forma habían cambiado, su piel estaba echa de arcoiris; todo
era confuso, pero sabía que podía volar.
Se elevó en el aire, vio las calles y las personas,
los tejados; todo cada vez más pequeño; montañas, ríos, ciudades, todo estaba
allí abajo, y él volaba, volaba y sentía una plenitud maravillosa; era él pero
también un águila, también era el chamán, y era todos los seres, hombres y
animales, piedras y plantas; todo lo animado e inanimado fluía luminoso dentro
de él.
Ahora podía comprender lo que era la verdadera vida
en toda su expresión gloriosa.
Y Benigno, moviendo majestuosamente sus alas, se
dirigió hacia la luz.
Abajo, en la calle, los dos policías hablaban junto
al cadáver, que yacía boca abajo como un abultado muñeco roto, en medio de un
gran charco de sangre.
-¿Es un suicidio?
-No lo sé, parece que era un trastornado que quería
volar, imagínate: dicen los testigos que se tiró del último piso del edificio
moviendo los brazos como un pájaro.
Benigno batía las alas y allá abajo el mundo era
insignificante.
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