Dijo Estrabón que la historia se repite, que la forman
unos ciclos que llevan finalmente a las mismas situaciones con distintos
personajes. Tratar de detener el flujo del devenir es algo tan complicado como
intentar mover una montaña sin tener Fe.
Pedro no sabía nada de Estrabón, ni
tenía idea de las teorías cíclicas de la historiografía; no era muy leído.
Recordaba algunas cosas de la escuela, ciertas lecturas de Ciencias Sociales;
algún pasaje de la Biblia de la época de las catequesis, como la historia de
Caín
y Abel, uno o dos romances
aprendidos en las clases de literatura y poco más.
Su vida había sido
trabajar desde que dejó el colegio, no es que fuera mucho tiempo, porque ahora
tenía veinte años, pero a esa edad cuatro años es un gran periodo. Daba en casa
el dinero que ganaba, sus padres lo recogían con un gesto que a él le parecía un
reproche silencioso: no le habían perdonado que abandonase los estudios para
trabajar, porque, según le habían dicho, el chaval tenía talento.
En cambio,
su hermano Juan, dos años menor que Pedro, era el niño bonito de la casa;
recibía a su juicio mejores regalos que él, y sus padres le escuchaban siempre
con interés. Su hermano Juan el estudiante, tan delicado; con aquellos rasgos
casi femeninos comparados con los suyos, de hombre curtido y de manos toscas. Su
hermano Juan, siempre pidiendo dinero, que sus padres le entregaban con alegría,
mientras que a él, que contribuía de modo importante a la economía familiar, le
regateaban los gastos cuando quería comprarse algún capricho.
Pedro recordaba
con un resabio amargo el último Día de la Madre, le había comprado a la suya una
pulsera preciosa con piedras de colores que le había costado un ojo de la cara.
Su madre había elogiado mucho el regalo, pero en cuanto apareció Juan con un
obsequio consistente en un libro de recetas de cocina, con aspecto de haber sido
adquirido en un librero de viejo por lo ajado, ella se volvió loca de alegría.
Besaba y acariciaba a su hijo del alma, le enseñaba el libro con orgullo a
Pedro, dejando olvidada la pulsera encima del aparador.
Una tarde Pedro
regresó a su casa emocionado. Había estado en el cine con unos amigos viendo una
película de aventuras sobre dos hermanos que trataban de encontrar un tesoro en
el desierto. Tras muchos avatares, el hermano mayor moría para salvar la vida
del pequeño, la película terminaba con este llorando sobre la tumba del
héroe.
Pedro, con la emoción iba pensando en sus relaciones con Juan, decidió
que dos hermanos debían llevarse como los personajes de la película, es decir,
como hermanos. Así sería de ahora en adelante; nada de mezquindades; nada de
rencores.
Por un momento recordó con cierto rescoldo de resentimiento que el
día anterior sus padres se habían negado a comprarle un ciclomotor -aunque fuera
de segunda mano- para ir al trabajo porque, dijeron, había que ahorrar para la
Universidad, pues Juan había pasado las pruebas de acceso con unas notas
excelentes. Desechó el recuerdo, la insidia de este no podía ocultar que Juan no
tenía la culpa de las decisiones de sus padres. En unos minutos estaría en casa,
le abrazaría y le daría su apoyo como hermano mayor que era y estarían unidos
siempre.
Con tan buenos pensamientos llegó a casa y buscó a su hermano
alegremente. Lo encontró en su habitación agachado sobre unas cajas, también
parecía muy contento.
- Papá y mamá han salido. Mira lo que me han regalado
por aprobar la selectividad - dijo en tono triunfal - un ordenador de última
generación; se han gastado una pasta. Echame una mano con la pantalla, en esa
caja. Si eres bueno, algún día te lo dejaré.
Pedro obedeció; como un autómata
extrajo la pantalla de su funda, la levantó sobre su cabeza y con todo el
impulso de sus brazos la estrelló contra la de su hermano. Se quedó un instante
viendo fluír la sangre del pelo revuelto; después salió al rellano y esperó unos
segundos al ascensor; al apercibirse de que alguien subía en él decidió bajar
por la escalera. Cuando llegó al portal oyó las voces confusas de sus padres que
gritaban allá arriba. Salió a la calle con aquellas voces en la cabeza, como una
maldición. Corrió por las avenidas y los callejones, pensó que nunca pararía de
correr, pero al fin paró. Buscó un sitio donde dormir, y dos días después se
enteró por un amigo de que Juan estaba bien. El golpe no había sido tan grave y
se estaba recuperando; pronto le darían el alta en el hospital. Sus padres le
estaban buscando. Dio un gran suspiro de alivio y buscó una cabina para llamar a
casa. No volvería nunca; aunque desconocía la teoría cíclica de la historia,
intuía que de nuevo alguien - él - estaba marcado con el estigma en la
frente.
@Pacoespada1
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