Iniciamos el camino hacia la
montaña. Me embargaba una mezcla de euforia y tristeza; por un lado sentía
la alegría de abanderar de nuevo una
expedición, aunque fuera sólo una pequeña operación de castigo, por otro, no
podía olvidar que hacía muy poco tiempo había abanderado a otro señor de la
guerra, vencido y muerto por mi nuevo rey, y pensaba también que, aunque gozara
de su benevolencia, no podía olvidar que era su prisionero.
Cabalgamos por los valles que
franqueaban el paso hacia la falda del primer monte entre manantiales y florestas, los caminos duros
llegarían más adelante; para no ser sorprendidos por alguna emboscada y
encontrar un paso que nos evitara tener que subir el monte fueron enviados
varios exploradores a reconocer el terreno. Los parajes seguían siendo un
regalo para la mirada, sin embargo algo había cambiado, ahora sentía en mi
corazón los tambores de la guerra, la cercanía de la muerte como una sombra que
se alargaba por todo el camino que íbamos recorriendo, y todo aquello que antes
era motivo de alegría ahora era premonición de nuevos desastres.
Los exploradores regresaron
anunciando camino libre hasta las laderas escarpadas donde se encontraban los
saqueadores, continuaríamos bordeando la ladera del monte a través de una
estrecha garganta cubierta por las copas de frondosos robles, estos añejos
árboles nos resguardarían de las miradas de nuestros enemigos hasta el pie de
los riscos.
A la salida del desfiladero se
veía nuestro objetivo, una alta pendiente rocosa con algunos matorrales, estaba
bastante descubierto y los caminos de acceso eran casi impracticables salvo por
el centro, a media ladera se divisaba un bosquete de espinos secos y más arriba
unos hilos de humo delataban la presencia de los agresores de nuestros nuevos
amigos. Los generales comprendieron que si querían atacar tendrían que subir
por el mismo centro de la pendiente, precisamente donde seríamos más
vulnerables; habría que contar con la fortuna y conque nuestros rivales
tardasen en descubrirnos. Descabalgamos y empezamos a subir con sigilo, los
soldados procuraban no entrechocar las armas y los escudos entre ellos ni con
las partes metálicas de su propia armadura; yo seguía al rey con el estandarte
casi horizontal para evitar ser visto, al tiempo, una aviesa idea me rondaba la
cabeza, pero tuve que dejar de pensar en ello y agazaparme porque de pronto
empezaron a llover piedras sobre nosotros, desgraciadamente nos estaban
esperando y habían elegido el lugar que nos era más desfavorable para atacarnos
desde sus refugios seguros. Varios soldados habían caído con la cabeza
destrozada, fluía la sangre abundantemente por debajo de los yelmos, otros se
doblaban sobre sí mismos como impelidos por un resorte con los rostros
transformados en máscaras de dolor mientras las rocas caían sobre ellos. El rey
instó a los arqueros a que lanzaran sus flechas pera proteger nuestra retirada
hasta un sitio más seguro y ordenó a sus hombres que retrocedieran
ordenadamente bajo severas penas para aquellos que huyeran en desbandada
provocando el pánico de los demás. Por fin pudimos reunirnos más abajo, al
abrigo de unas rocas a las que habíamos alcanzado a duras penas, tras dejar
atrás algunos muertos y heridos, no obstante, la situación seguía siendo
desesperada.
Escuchábamos un griterío como de
bestias salvajes montaña arriba, nuestros enemigos debían haber empezado a
celebrar la victoria, estaba claro que no conocían a sus rivales. Nuestro
capitán estaba parapetado detrás de una roca que se encontraba delante de la
que a mí me guardaba. Hablaba con uno de los generales seguramente sobre la
estrategia a seguir, mientras, el griterío había cesado, debían de haberse
percatado de que nos habíamos detenido en nuestra huída y que ahora
aguardábamos en sitio seguro.
El rey entonces dispuso que los
arqueros disparasen sus flechas sobre las zarzas que se encontraban delante de
nuestros agresores, pero esta vez lanzarían flechas incendiarias. Rápidamente
el espacio que teníamos delante de nosotros se cubrió de saetas ardiendo que ofrecían
un bello espectáculo crepuscular a nuestra vista, el cielo se veía encendido de
llamas que iban a clavarse en el blanco elegido que ya daba muestras de sufrir
los efectos del ataque. Las llamas y el humo surgieron rápidamente de los
matorrales y se escucharon las primeras voces de alarma en el campo contrario.
Cuando los generales consideraron que ya la zona por encima de las zarzas había
sido desalojada iniciamos otra vez la ascensión por el centro, que esta vez no
ofrecía peligro; ya no caían piedras sobre nosotros y pudimos llegar sin
dificultad junto a los matorrales. Allí descubrimos dos pasos accesibles a
ambos lados de las zarzas, pero podían estar cubiertos por enemigos. A ellos
nos dirigimos con cautela para descubrir finalmente que no había nadie
esperándonos. Subimos por allí a paso de carga y una vez salvada la ardiente
barrera vegetal pudimos comprobar que el enemigo huía montaña arriba. Lo que
ocurrió a continuación fue una carnicería espantosa.
Los rezagados son alcanzados por
nuestros soldados más veloces y rematados sin contemplaciones, los que han
alcanzado cierta ventaja son abatidos por las flechas de nuestros arqueros,
algunas de ellas son todavía
incendiarias y los salvajes se debaten en una terrible agonía, ante una
coyuntura tan desesperada, se giran dándonos la cara; a estas alturas ya se han
dado cuenta de que seguir huyendo significa la muerte y deciden atacarnos con
los enormes garrotes que portan. Nuestros hombres se agrupan disciplinadamente
y avanzan hacia los salvajes en formación cerrada de cuatro en fondo, mostrando
un pequeño pero muy compacto frente, y cerrando el avance los arqueros que
continúan arrojando saetas para cubrir nuestro avance. Los salvajes, no
obstante las flechas que reciben se lanzan sobre nuestra tropa con gran
griterío, pero se encuentran con un muro de escudos erizado de picas que los
atraviesan sin piedad. Según avanza nuestra formación va quedando detrás de
ella una alfombra de cadáveres ensangrentados, algunos soldados caen, pero
otros acuden a cerrar las filas, ofreciendo siempre un frente inexpugnable;
pese a ser nuestros enemigos varias veces más numerosos que nosotros, no son
capaces de hacer mella en estos experimentados soldados. Yo, pese al horror que
siento al ver tal zarabanda de sangre y muerte, de carne rota y huesos
astillados, no puedo dejar de maravillarme ante esta perfecta máquina de guerra
que aplasta todo lo que encuentra delante. Ahora comprendo porqué tienen ese
aire de seguridad, esa sensación que producen de ser invulnerables, también
comprendo la facilidad con que nos derrotaron y el motivo por el que somos
prisioneros.
Los salvajes ceden en su empuje y
empiezan a retroceder dispersándose, los soldados abren filas e inician la
persecución, la lucha se torna individual; un soldado, emerge a golpe de
mandoble de entre un grupo rival que le había rodeado, el soldado sangra
abundantemente por la cabeza, pero ataca con ímpetu y los otros van cayendo
entre alaridos de dolor, algunos escapan del ataque; uno de los generales
recibe un garrotazo en el hombro del brazo donde porta el escudo cayendo de
rodillas, cuando el salvaje alza el garrote para asestarle el golpe de gracia,
el general incorporándose inesperadamente le atraviesa la cabeza con su espada
desde la quijada hasta la coronilla, el salvaje se desploma con el cuerpo
completamente bañado en su propia sangre; cerca de él otro enemigo recibe el
filo de una espada en plena espalda y queda tendido en el suelo al tiempo que
sus miembros se agitan de un modo horrible; yo sigo al rey con mi improvisado
estandarte por todo el campo de batalla al tiempo que él imparte órdenes y se
quita de encima a espadazos a todo aquel que le enfrenta; un brazo cae a mi
lado agarrado todavía a un imponente garrote, su antiguo dueño huye dando
berridos mientras un soldado corre detrás de él gritándole que aguarde, que
todavía no ha terminado; toda clase de escenas de inimaginable horror se
suceden a un tiempo a mi alrededor mientras continuo en pos de mi señor,
cabezas que ruedan por el suelo, cuerpos despedazados, heridas de las que mana
la sangre como de una fuente, miembros que parecen tener vida propia, heridos
que miran con ojos enloquecidos a sus heridas o al soldado que esta en trance
de dar el golpe final. El rey está luchando con un salvaje que se defiende con
una pica arrebatada a un soldado moribundo; en ese momento me da la espalda, la
insidiosa idea vuelve a aflorar en mi cabeza como un torrente impetuoso, ¡Ahora
puedo vengar a mi antiguo señor! ¡Ahora puedo vengar la muerte y la esclavitud
de mis compañeros! Nadie mira, todos están ocupados en la batalla y no podrán
salvarle, lo que voy a hacer es ignominioso y me va a llevar a la muerte, pero
recuperaré el honor ante los míos. Le doy la vuelta al estandarte, del que
sobresale la punta y dos codos de la pica, ya estoy alcanzando la espalda del
rey cuando inesperadamente aparece un enemigo a su costado presto para
golpearle, tras un instante de indecisión me arrojo sobre él y lo atravieso con
la lanza...
al salvaje, que se desliza hasta el suelo y la muerte con un gruñido
sordo. El rey, que acaba de rematar a su rival se gira alertado por el ruido a
su espalda, contempla con mirada sorprendida al enemigo caído, atravesado aun
por la pica, luego me mira a mí, que la sostengo, todavía más sorprendido; me
tiemblan las piernas, no llego a comprender mi propia decisión; quería matarle
y cuando se presenta la oportunidad de que muera, sin que ni siquiera tenga yo
que intervenir le salvo la vida; no sé si me ha faltado el valor en el último
instante o si en mi corazón ha nacido una nueva lealtad. El rey me sigue
mirando de un modo extraño, parece como si comprendiera algo... me da las
gracias en voz baja, como si le costase trabajo hablar, en un tono entre
sorprendido y admirado; de pronto lanza una potente carcajada que se deja oír
por encima del fragor del combate.
No hay comentarios:
Publicar un comentario