martes, 15 de noviembre de 2011

El llobádigo

Estoy en la sierra, escucho aullidos detrás de unas lomas alejadas; los lobos de Sanabria se deben de estar llamando, acaso se reúnen para realizar alguno de sus misteriosos rituales, esta será noche de cantos a la luna o algo parecido. No puedo dejar de pensar en lo diferente que es la actitud de la gente de ahora
-principalmente la de ciudad- de la de nuestros mayores.
Ahora se piensa en los lobos como en el vértice indispensable de la pirámide ecológica, que como nos la presentaban en el colegio es un triángulo cuyo estrato inferior representa a los vegetales y el superior a los súper-depredadores, sin incluirnos a nosotros; pirámide cuyos moradores debemos proteger y respetar.
Los sanabreses, como los habitantes de cualquier otra zona rural hasta hace no mucho tiempo veían en el lobo a un enemigo al que había que exterminar; devoraba los ganados y si se descuidaban, a las personas, aunque no recuerdo haber oído hablar de nadie que haya sido comido por estos animales.
Pero hace años el lobo era tanto odiado como temido; tirano del invierno y de la noche, el temor que incitaba podía trasladarse más allá de lo real para instalarse en el reino de las leyendas y estas, como el rumor, se pueden convertir en lo más cierto de este mundo.
Aún recuerdo que de niño, era noviembre creo, en esa época en que nuestros bosques se tiñen de tristeza y la lluvia es compañía permanente, dijeron en un telediario que un lobo había atacado a una mujer por tierras de Galicia, ¿Orense tal vez?; rápidamente se propagó el rumor como un incendio, cada vez de mayores proporciones, sobre una manada de lobos que atacaba a las personas y que ya había entrado en Sanabria. Las mujeres alteradas comentaban que tal vecino había aparecido medio comido en algún pueblo de la sierra; yo lo escuchaba con oídos de niño asustado, aunque con ojos de futuro hombre racional, no por nada ya había visto a Rodríguez de la Fuente por la tele. La gente, sin embargo tenía pánico a esos lobos de hocicos ensangrentados y mirada infernal; algo lamentable, aunque inexistente. Así es el miedo.
Los pobres bichos no se habían comido a nadie, pero más allá del simple rumor resulta sorprendente, como supe mucho tiempo después, que tras el temor al lobo se ocultaba - en parte - un fenómeno de licantropía. Siempre pensé que la leyenda de los hombres lobo se circunscribía a los umbríos bosques de Europa central y de los Balcanes con variantes en otras culturas, como los hombres caimán y jaguar en las selvas americanas o los hombres oso entre los esquimales; pero aquí, al lado de casa se conservan restos de una tradición que aporta sus propios elementos originales a la siniestra leyenda.
El llobádigo o llobádiga llaman en nuestra tierra a una supuesta enfermedad que provocan los lobos, con una curiosa variante: no son estos animales quienes la contagian directamente, ni es necesario que muerdan o arañen a su víctima; son los perros que se han peleado con lobos o que simplemente hayan estado cerca de ellos los transmisores del mal. Tampoco se sabe que afecte a los adultos, sólo a los niños; basta que un perro haya estado en contacto con sus primos salvajes y se acerque a un niño para que este se convierta en infortunado candidato al contagio. Por supuesto, a los perros no se les permitía acercarse a los niños, pero también una persona que hubiera visto al lobo o que lo hubiera tenido cerca se convertía en agente del contagio, y estos parecían entrañar mayor peligro que los perros, según la creencia.
Mis informantes no se ponen de acuerdo sobre los síntomas, que podrían ser crecimiento de pelo, mejor dicho, le saldría vello por todo el cuerpo, le crecerían las uñas y los caninos y se transformaría en una suerte de animalito salvaje, o tal vez fuera una variante de la rabia. En el primer caso, no tengo noticia de que el cambio sea reversible temporalmente como ocurre con los hombres lobo al uso -personas normales durante la mayor parte del tiempo pero cuya naturaleza cambia ante fenómenos como la aparición de la luna llena-, parece un panorama ciertamente desolador para la víctima y los desgraciados familiares, no obstante existe una forma, ciertamente curiosa, de prevenir el maleficio.
Se trata de una ceremonia que por su estilo puede remontarse a una antigüedad remota, posiblemente precristiana. Parece consistir -no dispongo de muchos datos al respecto, lo confieso- en traer del monte una escoba blanca, de las que tienen la flor amarilla; una vez en casa se arroja la planta al fuego; cuando ha prendido, la madre o cualquier otra persona sospechosa de producir el contagio pasa los brazos y el pecho por el humo que despide la hoguera; este sencillo ritual parece bastar para que el peligro se aleje y el condenado a licántropo o lo que sea se salve. Una explicación racional consistiría en que los posibles microorganismos transmisores de la enfermedad sean destruidos por el humo que produce esa planta en concreto, yo prefiero la otra, ¿por qué no?, es más poética: Una fuerza oscura de la Naturaleza vencida por la magia; al fin y al cabo sólo es cuestión de puntos de vista.
Porque a nosotros, seres de la era eléctrica, del asfalto y de Internet, estas historias no nos parecen otra cosa que cuentos, supersticiones de gente ignorante, y al oírlas no podemos dejar de sonreír con indulgencia mientras nos parapetamos tras potentes ordenadores, usamos vehículos veloces y teléfonos móviles, tras habernos formado en las aulas de la ciencia racional. Pero ¿Pensaríamos igual si todas esas herramientas nacidas del progreso nos fueran negadas? Si viviésemos como nuestros mayores vivieron, en esos pueblos aislados y sin electricidad, en los que para salir de noche sólo se contaba con el amparo de una vela, cuando había que ir de madrugada a regar los campos por esos caminos oscuros, rodeados de bosques en los que cada sombra de árbol podía no serlo, mientras se escuchaba a lo lejos -o no tan lejos- el aullido de los lobos, acaso entonces, por muy racionales que seamos, ya no estaríamos tan seguros de lo que es y lo que no es, acaso entonces podríamos llegar a comprender lo que una tradición como esta del llobádigo significaba, mas allá del cuento de vieja.

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