sábado, 6 de octubre de 2012

Estigma de Caín

 Dijo Estrabón que la historia se repite, que la forman unos ciclos que llevan finalmente a las mismas situaciones con distintos personajes. Tratar de detener el flujo del devenir es algo tan complicado como intentar mover una montaña sin tener Fe.
Pedro no sabía nada de Estrabón, ni tenía idea de las teorías cíclicas de la historiografía; no era muy leído. Recordaba algunas cosas de la escuela, ciertas lecturas de Ciencias Sociales; algún pasaje de la Biblia de la época de las catequesis, como la historia de Caín y Abel, uno o dos romances aprendidos en las clases de literatura y poco más.
Su vida había sido trabajar desde que dejó el colegio, no es que fuera mucho tiempo, porque ahora tenía veinte años, pero a esa edad cuatro años es un gran periodo. Daba en casa el dinero que ganaba, sus padres lo recogían con un gesto que a él le parecía un reproche silencioso: no le habían perdonado que abandonase los estudios para trabajar, porque, según le habían dicho, el chaval tenía talento.
En cambio, su hermano Juan, dos años menor que Pedro, era el niño bonito de la casa; recibía a su juicio mejores regalos que él, y sus padres le escuchaban siempre con interés. Su hermano Juan el estudiante, tan delicado; con aquellos rasgos casi femeninos comparados con los suyos, de hombre curtido y de manos toscas. Su hermano Juan, siempre pidiendo dinero, que sus padres le entregaban con alegría, mientras que a él, que contribuía de modo importante a la economía familiar, le regateaban los gastos cuando quería comprarse algún capricho.
Pedro recordaba con un resabio amargo el último Día de la Madre, le había comprado a la suya una pulsera preciosa con piedras de colores que le había costado un ojo de la cara. Su madre había elogiado mucho el regalo, pero en cuanto apareció Juan con un obsequio consistente en un libro de recetas de cocina, con aspecto de haber sido adquirido en un librero de viejo por lo ajado, ella se volvió loca de alegría. Besaba y acariciaba a su hijo del alma, le enseñaba el libro con orgullo a Pedro, dejando olvidada la pulsera encima del aparador.
Una tarde Pedro regresó a su casa emocionado. Había estado en el cine con unos amigos viendo una película de aventuras sobre dos hermanos que trataban de encontrar un tesoro en el desierto. Tras muchos avatares, el hermano mayor moría para salvar la vida del pequeño, la película terminaba con este llorando sobre la tumba del héroe.
Pedro, con la emoción iba pensando en sus relaciones con Juan, decidió que dos hermanos debían llevarse como los personajes de la película, es decir, como hermanos. Así sería de ahora en adelante; nada de mezquindades; nada de rencores.
Por un momento recordó con cierto rescoldo de resentimiento que el día anterior sus padres se habían negado a comprarle un ciclomotor -aunque fuera de segunda mano- para ir al trabajo porque, dijeron, había que ahorrar para la Universidad, pues Juan había pasado las pruebas de acceso con unas notas excelentes. Desechó el recuerdo, la insidia de este no podía ocultar que Juan no tenía la culpa de las decisiones de sus padres. En unos minutos estaría en casa, le abrazaría y le daría su apoyo como hermano mayor que era y estarían unidos siempre.
Con tan buenos pensamientos llegó a casa y buscó a su hermano alegremente. Lo encontró en su habitación agachado sobre unas cajas, también parecía muy contento.
- Papá y mamá han salido. Mira lo que me han regalado por aprobar la selectividad - dijo en tono triunfal - un ordenador de última generación; se han gastado una pasta. Echame una mano con la pantalla, en esa caja. Si eres bueno, algún día te lo dejaré.
Pedro obedeció; como un autómata extrajo la pantalla de su funda, la levantó sobre su cabeza y con todo el impulso de sus brazos la estrelló contra la de su hermano. Se quedó un instante viendo fluír la sangre del pelo revuelto; después salió al rellano y esperó unos segundos al ascensor; al apercibirse de que alguien subía en él decidió bajar por la escalera. Cuando llegó al portal oyó las voces confusas de sus padres que gritaban allá arriba. Salió a la calle con aquellas voces en la cabeza, como una maldición. Corrió por las avenidas y los callejones, pensó que nunca pararía de correr, pero al fin paró. Buscó un sitio donde dormir, y dos días después se enteró por un amigo de que Juan estaba bien. El golpe no había sido tan grave y se estaba recuperando; pronto le darían el alta en el hospital. Sus padres le estaban buscando. Dio un gran suspiro de alivio y buscó una cabina para llamar a casa. No volvería nunca; aunque desconocía la teoría cíclica de la historia, intuía que de nuevo alguien - él - estaba marcado con el estigma en la frente.


@Pacoespada1

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