sábado, 15 de junio de 2013

Batallas lejanas




Iniciamos el camino hacia la montaña. Me embargaba una mezcla de euforia y tristeza; por un lado sentía la  alegría de abanderar de nuevo una expedición, aunque fuera sólo una pequeña operación de castigo, por otro, no podía olvidar que hacía muy poco tiempo había abanderado a otro señor de la guerra, vencido y muerto por mi nuevo rey, y pensaba también que, aunque gozara de su benevolencia, no podía olvidar que era su prisionero.
Cabalgamos por los valles que franqueaban el paso hacia la falda del primer monte entre  manantiales y florestas, los caminos duros llegarían más adelante; para no ser sorprendidos por alguna emboscada y encontrar un paso que nos evitara tener que subir el monte fueron enviados varios exploradores a reconocer el terreno. Los parajes seguían siendo un regalo para la mirada, sin embargo algo había cambiado, ahora sentía en mi corazón los tambores de la guerra, la cercanía de la muerte como una sombra que se alargaba por todo el camino que íbamos recorriendo, y todo aquello que antes era motivo de alegría ahora era premonición de nuevos desastres.
Los exploradores regresaron anunciando camino libre hasta las laderas escarpadas donde se encontraban los saqueadores, continuaríamos bordeando la ladera del monte a través de una estrecha garganta cubierta por las copas de frondosos robles, estos añejos árboles nos resguardarían de las miradas de nuestros enemigos hasta el pie de los riscos.
A la salida del desfiladero se veía nuestro objetivo, una alta pendiente rocosa con algunos matorrales, estaba bastante descubierto y los caminos de acceso eran casi impracticables salvo por el centro, a media ladera se divisaba un bosquete de espinos secos y más arriba unos hilos de humo delataban la presencia de los agresores de nuestros nuevos amigos. Los generales comprendieron que si querían atacar tendrían que subir por el mismo centro de la pendiente, precisamente donde seríamos más vulnerables; habría que contar con la fortuna y conque nuestros rivales tardasen en descubrirnos. Descabalgamos y empezamos a subir con sigilo, los soldados procuraban no entrechocar las armas y los escudos entre ellos ni con las partes metálicas de su propia armadura; yo seguía al rey con el estandarte casi horizontal para evitar ser visto, al tiempo, una aviesa idea me rondaba la cabeza, pero tuve que dejar de pensar en ello y agazaparme porque de pronto empezaron a llover piedras sobre nosotros, desgraciadamente nos estaban esperando y habían elegido el lugar que nos era más desfavorable para atacarnos desde sus refugios seguros. Varios soldados habían caído con la cabeza destrozada, fluía la sangre abundantemente por debajo de los yelmos, otros se doblaban sobre sí mismos como impelidos por un resorte con los rostros transformados en máscaras de dolor mientras las rocas caían sobre ellos. El rey instó a los arqueros a que lanzaran sus flechas pera proteger nuestra retirada hasta un sitio más seguro y ordenó a sus hombres que retrocedieran ordenadamente bajo severas penas para aquellos que huyeran en desbandada provocando el pánico de los demás. Por fin pudimos reunirnos más abajo, al abrigo de unas rocas a las que habíamos alcanzado a duras penas, tras dejar atrás algunos muertos y heridos, no obstante, la situación seguía siendo desesperada.  
Escuchábamos un griterío como de bestias salvajes montaña arriba, nuestros enemigos debían haber empezado a celebrar la victoria, estaba claro que no conocían a sus rivales. Nuestro capitán estaba parapetado detrás de una roca que se encontraba delante de la que a mí me guardaba. Hablaba con uno de los generales seguramente sobre la estrategia a seguir, mientras, el griterío había cesado, debían de haberse percatado de que nos habíamos detenido en nuestra huída y que ahora aguardábamos en sitio seguro.
El rey entonces dispuso que los arqueros disparasen sus flechas sobre las zarzas que se encontraban delante de nuestros agresores, pero esta vez lanzarían flechas incendiarias. Rápidamente el espacio que teníamos delante de nosotros se cubrió de saetas ardiendo que ofrecían un bello espectáculo crepuscular a nuestra vista, el cielo se veía encendido de llamas que iban a clavarse en el blanco elegido que ya daba muestras de sufrir los efectos del ataque. Las llamas y el humo surgieron rápidamente de los matorrales y se escucharon las primeras voces de alarma en el campo contrario. Cuando los generales consideraron que ya la zona por encima de las zarzas había sido desalojada iniciamos otra vez la ascensión por el centro, que esta vez no ofrecía peligro; ya no caían piedras sobre nosotros y pudimos llegar sin dificultad junto a los matorrales. Allí descubrimos dos pasos accesibles a ambos lados de las zarzas, pero podían estar cubiertos por enemigos. A ellos nos dirigimos con cautela para descubrir finalmente que no había nadie esperándonos. Subimos por allí a paso de carga y una vez salvada la ardiente barrera vegetal pudimos comprobar que el enemigo huía montaña arriba. Lo que ocurrió a continuación fue una carnicería espantosa.
Los rezagados son alcanzados por nuestros soldados más veloces y rematados sin contemplaciones, los que han alcanzado cierta ventaja son abatidos por las flechas de nuestros arqueros, algunas de ellas son todavía  incendiarias y los salvajes se debaten en una terrible agonía, ante una coyuntura tan desesperada, se giran dándonos la cara; a estas alturas ya se han dado cuenta de que seguir huyendo significa la muerte y deciden atacarnos con los enormes garrotes que portan. Nuestros hombres se agrupan disciplinadamente y avanzan hacia los salvajes en formación cerrada de cuatro en fondo, mostrando un pequeño pero muy compacto frente, y cerrando el avance los arqueros que continúan arrojando saetas para cubrir nuestro avance. Los salvajes, no obstante las flechas que reciben se lanzan sobre nuestra tropa con gran griterío, pero se encuentran con un muro de escudos erizado de picas que los atraviesan sin piedad. Según avanza nuestra formación va quedando detrás de ella una alfombra de cadáveres ensangrentados, algunos soldados caen, pero otros acuden a cerrar las filas, ofreciendo siempre un frente inexpugnable; pese a ser nuestros enemigos varias veces más numerosos que nosotros, no son capaces de hacer mella en estos experimentados soldados. Yo, pese al horror que siento al ver tal zarabanda de sangre y muerte, de carne rota y huesos astillados, no puedo dejar de maravillarme ante esta perfecta máquina de guerra que aplasta todo lo que encuentra delante. Ahora comprendo porqué tienen ese aire de seguridad, esa sensación que producen de ser invulnerables, también comprendo la facilidad con que nos derrotaron y el motivo por el que somos prisioneros.
Los salvajes ceden en su empuje y empiezan a retroceder dispersándose, los soldados abren filas e inician la persecución, la lucha se torna individual; un soldado, emerge a golpe de mandoble de entre un grupo rival que le había rodeado, el soldado sangra abundantemente por la cabeza, pero ataca con ímpetu y los otros van cayendo entre alaridos de dolor, algunos escapan del ataque; uno de los generales recibe un garrotazo en el hombro del brazo donde porta el escudo cayendo de rodillas, cuando el salvaje alza el garrote para asestarle el golpe de gracia, el general incorporándose inesperadamente le atraviesa la cabeza con su espada desde la quijada hasta la coronilla, el salvaje se desploma con el cuerpo completamente bañado en su propia sangre; cerca de él otro enemigo recibe el filo de una espada en plena espalda y queda tendido en el suelo al tiempo que sus miembros se agitan de un modo horrible; yo sigo al rey con mi improvisado estandarte por todo el campo de batalla al tiempo que él imparte órdenes y se quita de encima a espadazos a todo aquel que le enfrenta; un brazo cae a mi lado agarrado todavía a un imponente garrote, su antiguo dueño huye dando berridos mientras un soldado corre detrás de él gritándole que aguarde, que todavía no ha terminado; toda clase de escenas de inimaginable horror se suceden a un tiempo a mi alrededor mientras continuo en pos de mi señor, cabezas que ruedan por el suelo, cuerpos despedazados, heridas de las que mana la sangre como de una fuente, miembros que parecen tener vida propia, heridos que miran con ojos enloquecidos a sus heridas o al soldado que esta en trance de dar el golpe final. El rey está luchando con un salvaje que se defiende con una pica arrebatada a un soldado moribundo; en ese momento me da la espalda, la insidiosa idea vuelve a aflorar en mi cabeza como un torrente impetuoso, ¡Ahora puedo vengar a mi antiguo señor! ¡Ahora puedo vengar la muerte y la esclavitud de mis compañeros! Nadie mira, todos están ocupados en la batalla y no podrán salvarle, lo que voy a hacer es ignominioso y me va a llevar a la muerte, pero recuperaré el honor ante los míos. Le doy la vuelta al estandarte, del que sobresale la punta y dos codos de la pica, ya estoy alcanzando la espalda del rey cuando inesperadamente aparece un enemigo a su costado presto para golpearle, tras un instante de indecisión me arrojo sobre él y lo atravieso con la lanza...
al salvaje, que se desliza hasta el suelo y la muerte con un gruñido sordo. El rey, que acaba de rematar a su rival se gira alertado por el ruido a su espalda, contempla con mirada sorprendida al enemigo caído, atravesado aun por la pica, luego me mira a mí, que la sostengo, todavía más sorprendido; me tiemblan las piernas, no llego a comprender mi propia decisión; quería matarle y cuando se presenta la oportunidad de que muera, sin que ni siquiera tenga yo que intervenir le salvo la vida; no sé si me ha faltado el valor en el último instante o si en mi corazón ha nacido una nueva lealtad. El rey me sigue mirando de un modo extraño, parece como si comprendiera algo... me da las gracias en voz baja, como si le costase trabajo hablar, en un tono entre sorprendido y admirado; de pronto lanza una potente carcajada que se deja oír por encima del fragor del combate.   

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