viernes, 23 de diciembre de 2011

La esfera

Nevaba. 
Ernesto se detuvo delante de un escaparate; se miró en él como en un espejo, ajeno a los turrones y los dulces que en él se exhibían, ajeno a las luces rojas, verdes y azules que parpadeaban cambiando de color su cara. Contempló su mirada triste enmarcada en las patas de gallo y las ojeras. Tras hacerle una mueca al cristal volvió a sumergirse en la multitud que caminaba alegre por la calle iluminada. "Una navidad más" pensó, y sintió más tristeza.
Las navidades eran las fiestas que más odiaba, porque le recordaban más que cualquier otra fecha la soledad en que vivía a sus cuarenta y tantos años, divorciado y sin hijos, sin padres, sin nada que celebrar.
Se detuvo un instante y acarició el objeto que llevaba en el bolsillo de su abrigo, una bola de cristal de esas en las que parece que está nevando cuando se agitan. No la había comprado en unos grandes almacenes, si no a una anciana con aspecto de mendiga que se la había ofrecido por unos cuantos euros "por lo menos esta noche podrá comer caliente" había pensado. La pobre mujer se deshizo en agradecimientos y le señaló que por su caridad sería muy feliz esas navidades. Ernesto le había correspondido con una sonrisa amarga; bien sabía él que la nochebuena la pasaría solo en su alcoba de la pensión.
Tras sortear a un grupo de adolescentes que gritaban y corrían camino al mercadillo de adornos navideños, sacó la esfera del bolsillo y la contempló a la luz de una farola; fijándose un poco, pudo ver que bajo la nevada artificial jugaban unos niños diminutos junto a un muñeco de nieve. Detrás de ellos había una casita de dos plantas con tejado a dos aguas que parecía iluminada desde dentro. La escena le recordó su infancia; la casita era como la de sus padres y el muñeco se asemejaba al que hacía con sus amigos cada invierno. Sintió añoranza por aquellas navidades con sus padres al calor de la chimenea, el sabor de los dulces, de los turrones... volvió a sentir el olor de los mazapanes, volvió a oír los gritos de sus amigos mientras se tiraban bolas de nieve. Recordó la alegría al desenvolver los juguetes el día de reyes, cuyo disfrute le duraba unas pocas jornadas que vivía con intensidad. ¡Qué buenas eran entonces las navidades!
Recordó que una vez también le habían regalado una bola como la que ahora tenía; en ella podía ver bajo la nieve a un hombre solitario junto a una farola. Siempre le había intrigado la figurilla, que en su mente infantil se transformaba en detective o espía.
Fijándose mejor vio que uno de los niños vestía un abrigo azul como el que él tenía a los diez años; los otros niños se tiraban pelotazos de nieve. Trató de aguzar aun más la vista porque le había dado la impresión de que el niño del abrigo azul se parecía realmente a él cuando tenía esa edad, incluso tuvo la sensación de que le estaba mirando.
No podría asegurar cuando comenzó el mareo; la visión de la bola de cristal se borró durante unos segundos al tiempo que la oscuridad crecía a su alrededor, no llegó a caerse porque el desfallecimiento duró muy poco. En seguida volvió a sentir el frío y los copos de nieve cayéndole en el rostro. Después volvió a escuchar los gritos de sus amigos que seguían lanzándose pelotazos junto al muñeco que habían hecho, mientras la luz de su casa les iluminaba. Ernesto oyó la voz cantarina de su madre que le llamaba para cenar; pensó en los turrones, en los dulces, en los juguetes que le esperaban en casa, en lo dichoso que se sentía por ser navidad.
Pronto olvidó la enorme cara con ojeras que había creído ver durante el mareo que había sufrido, que le observaba como a través de una pecera con mirada triste. Se despidió de sus amigos y corrió hacia la casa bajo la nevada, guardándose en un bolsillo la esfera de cristal en la que continuaba el hombrecillo bajo una farola.

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