lunes, 16 de abril de 2012

EL TALISMÁN


 
Benigno suspiró contrariado. Era el tercer intento de cuadrar el balance; había vuelto a fracasar. Aquellos treinta y cinco céntimos tenían algo de diabólico; cuando creía que ya había conseguido que las cuentas fueran exactas, los malditos céntimos se le escabullían entre la maraña de guarismos consiguiendo hacerle perder la paciencia. Se hacía tarde y quizá lo mejor sería dejarlo para mañana; estaba cansado y aburrido, siempre lo mismo. Llevaba treinta años haciendo aquel trabajo, y pensar que aún le quedaban quince para la jubilación le ponía los pelos de punta. Otros quince años de cuentas, otros quince años de balances, otros quince años en aquel despacho polvoriento...
Ahora se iría a su casa; le esperaba una cama vacía y un plato de comida recalentada, después la televisión como único consuelo. Benigno encontraba su existencia desierta, como su casa; pensaba que nunca había hecho nada para llenarla, que había desperdiciado algo tan preciado como su propia vida. Apenas le quedaban recuerdos que merecieran la pena, que le sirvieran de consuelo, salvo uno quizá.
Era la única experiencia apasionante que había tenido; ocurrió hacía muchos años, cuando era joven. Había hecho un viaje al Canadá con su mujer en la luna de miel. Ella no estaba ya, había muerto años atrás dejándole completamente solo, porque tampoco habían tenido hijos. La verdad es que de pensar en lo poco que le quedaba, de recordar su soledad perenne, se le quitaban las ganas de seguir viviendo.
Aquel viaje había sido una locura indiscutible; había consumido todos sus ahorros, pero  fueron  felices cada segundo de aquel tiempo que pasaron enteramente unidos. Recordaba con especial cariño un poblado indio que habían visitado durante unas semanas. Los lugareños parecían felices  con sus pertenencias modestas, tenían un chaman que les curaba las heridas del cuerpo y del alma, y un Tótem de madera enorme rematado en una cabeza de águila que les protegía de los hombres y de los espíritus. En cuanto a su sustento, tenían caza y pesca abundante, y las plantas silvestres rebosaban de frutos; la naturaleza les ofrecía más de los que ellos podían tomar.
El personaje más interesante era el viejo hechicero, que parecía haberle tomado apego. Pasó mucho tiempo junto al mago escuchando sus enseñanzas sobre qué plantas se podían coger y cuales no, porque roban el alma, y qué animales podrían ser protectores y cuales enemigos. También le habló del poder de las piedras y los amuletos, que aunque parecen muertos también tienen espíritu, y le relató algunas leyendas de su pueblo que le ayudaron a comprender en parte a aquellos hombres singulares, que carecían de ambiciones disparatadas, de odios y de codicia; aquellos a los que los occidentales habían denominado “salvajes”, pero que a juicio de Benigno, se encontraban mucho más próximos a la idea que este poseía de “civilización” que los habitantes de su propio mundo.
La última noche de su estancia en el poblado, Sombra de Águila, que era el significado del nombre impronunciable del brujo, le llamó a su hoguera.
-        He visto en tu corazón, - le dijo- es un corazón bondadoso, pero también un corazón que contiene la semilla de la tristeza, esta semilla crecerá y crecerá, hasta que llegues  a querer abandonar el mundo. Toma este amuleto; es un águila, el tótem de mi clan que ahora es también el tuyo. Tiene “mana”, y su “mana” está unido con el mío. Cuando tu corazón quiera abandonar esta vida, úsalo para llamarme.
Cerró el libro de cuentas y empezó a recoger la mesa cuando sus ojos grises, casi muertos, se posaron en aquel cajón; lo abrió. El talismán estaba al fondo. No recordaba por qué lo había guardado allí. Lo observó detenidamente. Era una pequeña talla de hueso con forma de águila. No podría asegurarlo, pero le pareció ver que la figura cambiaba de color al tiempo que el aire del despacho adquiría una calidad turbia y luminosa. “Sube a la azotea”, la voz se abrió paso a través de su cabeza hasta alcanzar el rango de certidumbre. Benigno obedeció y salió del despacho sin saber por qué.
Se encontró en la azotea del edificio con la figurilla todavía en la mano. Algo le hizo volver la mirada, vio entonces un águila enorme posada sobre una barandilla.
Alguien le dijo en un susurro: ”ven, fúndete conmigo”. Benigno se acercó hasta tocar a la rapaz, que no se movió salvo para agitar su regia cabeza. El tacto de las plumas era suave y cálido, pero el águila era translúcida, como una escultura de acuarela. Al momento se notó ligero, se deshacía, se notaba plumas, garras... Su interior y también el mundo exterior de alguna forma habían cambiado, su piel estaba echa de arcoiris; todo era confuso, pero sabía que podía volar.
Se elevó en el aire, vio las calles y las personas, los tejados; todo cada vez más pequeño; montañas, ríos, ciudades, todo estaba allí abajo, y él volaba, volaba y sentía una plenitud maravillosa; era él pero también un águila, también era el chamán, y era todos los seres, hombres y animales, piedras y plantas; todo lo animado e inanimado fluía luminoso dentro de él.
Ahora podía comprender lo que era la verdadera vida en toda su expresión gloriosa.
Y Benigno, moviendo majestuosamente sus alas, se dirigió hacia la luz.
Abajo, en la calle, los dos policías hablaban junto al cadáver, que yacía boca abajo como un abultado muñeco roto, en medio de un gran charco de sangre.
-¿Es un suicidio?
-No lo sé, parece que era un trastornado que quería volar, imagínate: dicen los testigos que se tiró del último piso del edificio moviendo los brazos como un pájaro.
Benigno batía las alas y allá abajo el mundo era insignificante.

 

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