lunes, 7 de enero de 2013

El Ser oscuro

Aquella noche yo había dejado de ser yo para convertirme en apenas mención de mi presencia. El engendro que tanto tiempo había acechado oculto en las cavernas de mi inconsciencia consiguió desgarrar el velo que separa la realidad de la pesadilla para salir al exterior con un rugido de triunfo. En otras palabras, un mal día lo tiene cualquiera, y cualquiera puede llegar a casa enfadado después del trabajo.
Mi primera atención fue para mi esposa, que andaba muy pesada últimamente, quejándose de mi comportamiento errático, como ella decía; incluso había llegado a amenazarme con irse de casa y llevarse a los niños. Le estrellé una lámpara de mesa bastante pesada en la cabeza, esparciendo trozos de su cráneo mezclados con los cristales de la mesita que derribó al caer sobre la alfombra pseudo persa, formando un galimatías sangriento.
Una lástima. Me gustaba aquella mesa, con patas de caoba y pretensiones de antigüedad; me gustaba aunque nos la hubiera regalado mi suegra en nuestro aniversario de boda. Simplemente le había tomado cariño.
Al ver a mi mujer en el suelo me enternecí; creo que un par de lágrimas cayeron sobre su cuerpo desmadejado. Me arrodillé junto a ella y comencé a besarle la espalda. Fue entonces cuando la ternura dejó paso a la excitación. De un tirón le arranqué el salto de cama que llevaba puesto y le hice el amor frenético, como si fuera la última vez.
Fue la relación más placentera que hemos tenido nunca. Después de terminar me levanté y, al girarme, tropecé con la mirada de un hombre cubierto de sangre, que me seguía con la vista desde el espejo del salón. Tenía los ojos muy abiertos y expresión estúpida.
- ¿Quién eres? – Le pregunté; él se limitó, después de mover los labios mientras yo hablaba, a guardar silencio.
Lo dejé por imposible y me dirigí al cuarto de los niños. De camino hacia allí pasé por la cocina y, casi maquinalmente recogí un cuchillo largo y afilado de la panoplia que colgaba en la pared. No pude dejar de admirar la pulcritud y el orden que reinaban en la estancia; este era su feudo, que ahora yo estaba arruinando, llenándolo todo de huellas rojas. ¡Qué buena eres, Marta!
Ya pertrechado me encaminé a dar las buenas noches a mis retoños, que dormían plácidamente en la penumbra acuchillada por la luz que se colaba a través de la entrada de la habitación.
Usé la herramienta con destreza. Una flor roja brotó en el pecho de Borjita. Hizo una mueca que se distendió en una sonrisa dulce y continuó durmiendo.
Soñará con los angelitos.
Luisita se despertó y me miró con alegría. Extendió sus manitas hacia mí, quería que la cogiera; en seguida le di su parte en la fiesta; con un movimiento rápido de la hoja dibujé una segunda sonrisa por debajo de su barbilla, de la cual afloró una fuente oscura que empapó la almohada.
¡Qué noche tan feliz aquella! Ahora ya no me abandonarían nunca, estarían a mi lado siempre, siempre...
Estaba tan alegre que comencé a bailar, a saltar por toda la casa haciendo sonar dos cacerolas, ensayando piruetas por las habitaciones, doblándome en reverencias cada vez que me encontraba con el hombre ensangrentado que me saludaba desde los espejos. Quise sacar a bailar a mi mujer, que continuaba descansando sobre la alfombra, pero ella no mostraba ningún interés por la danza. ¿Seguiría enfadada conmigo?
Me daba igual; era tan feliz...
Fue en algún instante entre la primera y la duodécima campanada del reloj del salón cuando la noche se tornó aciaga; cuando el ser oscuro que había estado agazapado tanto tiempo surgió de mi interior para gritar de un modo salvaje:
- Pero...¡Qué has hecho, desgraciado!
El monstruo maldito lo gritaba a todas partes, a todos los hombres ensangrentados que aullaban mudos desde los espejos, a las paredes ensangrentadas, a los suelos cubiertos de sangre... Y continuó gritando como un loco hasta que un estruendo anunció que alguien tiraba la puerta abajo.
Aun a veces vuelvo a sentir que regresa el Leviatán odioso; comienzo a temblar y el estómago se revuelve. Entonces vomito, lloro, me arranco el pelo y me muerdo la lengua hasta hacerme sangre. No dejo de gritar hasta que unos hombres hercúleos me levantan en vilo y me atan a una cama. Después me ponen una inyección y me quedo dormido.
Pero el resto del tiempo soy feliz, en la habitación de paredes acolchadas donde transcurre mi vida ahora. Vivo repasando mis recuerdos, en especial rememorando aquella noche en la que me sentí unido de verdad a mi familia, cuando me sentí libre y al tiempo supe que ya nunca estaría solo...

@Pacoespada1

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