martes, 15 de enero de 2013

LA CRUZ DE HIERRO

La cruz de hierro del cementerio refulgía lúgubre bajo la luna en las partes en que el óxido se lo permitía. Podía verla tras las rejas de la entrada entre las lápidas avejentadas y los ángeles de mármol carcomido.
Destacaba entre los demás monumentos funerarios porque, a pesar de ser una cruz, desprendía un aire maligno que me producía escalofríos; quizá fueran sus brazos retorcidos, quizá la sugestión debida a la hora y el lugar...
Deseché la idea y dejé de mirarla. Mi objetivo no era el cementerio, sino la iglesia que se encontraba enfrente de él. Uno de mis informantes de confianza –en mi oficio es importante tenerlos– me había indicado que en el sótano de esa iglesia, abandonada igual que el camposanto, había un lienzo antiguo, quizá renacentista. Un descendimiento de valor incalculable que había visto una vez y que no tenía noticia de que hubiera salido de aquel sótano.
Sería pan comido. La construcción estaba apartada unos cuantos kilómetros del lugar habitado más próximo y era muy probable que no pasara nadie por allí durante meses, o años. Naturalmente me había extrañado que mi confidente no hubiera sustraído personalmente el cuadro, y que hubiera preferido repartir conmigo un botín tan sustancioso pudiendo quedarse él de un modo tan fácil con todo. Se excusó con alusiones a sus creencias religiosas, aunque pude notar en él un halo de temor supersticioso; pese a esto no rechazaba llevarse su parte.
Penetré en la iglesia, envuelta en una penumbra rota en algunas partes por la luz de la luna que se introducía por las vidrieras horadadas y que parecía retorcerse en torno a las columnas de piedra tosca que sustentaban el edificio. Apenas quedaban algunos objetos desperdigados sobre el polvo del suelo, y ninguno de valor. Solo se veían los restos podridos de los bancos y un simulacro de altar de piedra que había perdido una de las bases que le sustentaban. 

Aproveché un rayo de luna que se colaba por el rosetón sin cristales para orientarme hacia una capilla lateral que me habían indicado, ya huérfana de santos, hasta encontrar una puerta apartada discretamente junto a lo que debió ser un retablo. No fue fácil abrirla, sus goznes de hierro corroído se resistían a abandonar su estado actual, después de forcejear un rato con ella, con un último empujón obtuve una abertura suficiente para poder colarme. Fui recibido por el aliento de humedad y abandono que venía de la cripta.
Dejé que se renovara el aire del interior por precaución antes de sumergirme en la oscuridad solo acompañado por la luz de mi linterna, no me gustaba la idea de quedarme allí para siempre por haber inhalado gases tóxicos producto del largo encierro; comencé a bajar los escalones de piedra con cuidado, ya que un limo compuesto de polvo y humedad se había depositado en ellos, haciéndolos muy resbaladizos. Solo ponía el pie donde la luz de mi linterna me daba garantías; poco a poco pude alcanzar la cripta, de altura escasa, tanto que tenía que caminar encorvado, el haz de mi linterna exploró las paredes y el suelo de mampostería, que se me antojaron mucho mas antiguas que el edificio superior, sin encontrar nada interesante, solo algún cristo o santo roto y enfermo de carcoma, inservible ya. Pero un poco más adelante encontré lo que buscaba: Un cuadro se encontraba en el suelo, apoyado en la pared, con el marco casi deshecho pero con el lienzo sorprendentemente bien conservado, que representaba un Cristo inerte sobre el regazo de María, recién descendido de la cruz, de la que colgaba un velo blanco. Aunque bastante sucia, la pintura parecía estar en buen estado. Sin más dilación desprendí el lienzo de lo que quedaba del marco y lo empecé a enrollar con cuidado para introducirlo en un tubo que había traído a propósito; estaba enrollando la pintura cuando creí ver que el Cristo había abandonado su postura hierática y había girado los ojos, que antes los tenía casi en blanco, y me estaba mirando fijamente. Di un respingo y solté el cuadro que cayó al suelo con un eco sordo. Traté de tranquilizarme y volví a cogerlo; lo observé de nuevo y reí aliviado, qué tonto había sido: la imagen seguía tan muerta como cuando la pintaron y de momento no tenía aspecto de poder resucitar. Terminé de guardarla, volví sobre mis pasos y comencé a subir la escalera mientras calculaba los beneficios que iba a obtener por la venta; si conseguía colocar bien la pintura, cosa que no sería difícil, sin duda podría retirarme, al menos por una larga temporada.
Llegué hasta la puerta para descubrir que estaba cerrada; tardé unos segundos en reaccionar, ya que estaba perplejo: me había costado un esfuerzo tremendo abrirla y ella ¿sola? se había cerrado... necesariamente se había cerrado sola, ya que me constaba que no había nadie en kilómetros a la redonda, quizá una ráfaga de aire, más bien un huracán... pero no debía perder la calma... barrí la puerta con el haz de la linterna en busca de un tirador, pero la puerta era completamente lisa de este lado. Otro contratiempo añadido, pero yo era hombre de recursos y no me iba a dejar vencer por el desaliento, de otras peores había salido; lo primero era comprobar si se podía abrir en sentido contrario, es decir, hacia fuera. Ya me había encontrado en alguna ocasión con puertas así y no recordaba haber visto al entrar ningún tope que lo impidiera. La empujé con el hombro para probar, pero oponía resistencia, así que empujé más fuerte; la maldita puerta no cedía, además, al estar sobre una escalera no podía coger carrerilla, aún así tomé impulso como pude y me lancé contra ella. Lo único que conseguí fue resbalar en el légamo del suelo y caer escaleras abajo, estuve a punto de romperme un brazo y de perder la linterna, por suerte no llegó a apagarse; pero peor que el dolor del brazo era el nudo que tenía en el estómago, que cada vez era más grande, el que tenía en la garganta no le iba a la zaga. Estaba desfalleciendo y me senté en un peldaño para recuperar el aliento mientras buscaba una alternativa para el caso de que no pudiera abrir. Subí y lo intenté de nuevo, pero la hoja parecía estar soldada al marco. No quería caer en la desesperación, así que volví a la cripta, la exploraría en busca de un pasaje secreto que pudiera conducirme al exterior. Por muy absurda que me pareciera la idea en aquella situación, no era algo imposible, este tipo de pasadizos suelen existir en los edificios medievales; de todas formas tenía que intentarlo, la alternativa era...
Comencé a tantear las paredes del sótano buscando un hueco, un resorte o algo parecido, una palanca o yo qué sé; no estaba teniendo demasiado éxito y estaba a punto de darme por vencido, cuando una ráfaga de aire frío me alcanzó de cintura para abajo. El corazón se me esponjó de alegría al comprobarlo, ya que no podía tener más suerte: allí mismo encontré una pequeña abertura que no había observado antes, ocupado como estaba en llevarme el cuadro y que sin duda conducía directamente al exterior, el aire helado que salía por ella así lo atestiguaba.
Me lancé a través de ella atravesando la pared como un espectro y aparecí al otro lado en un pasillo estrecho, tanto que los sillares de las paredes casi me tocaban los hombros, pero por lo menos podía caminar erguido. Avancé por el corredor durante un tiempo interminable, notando el aire cada vez con más intensidad; tras un recodo el pasillo se izo más ancho, pero mi linterna alumbró un espectáculo que me erizó el vello: me encontraba ahora en un osario, estaba rodeado de los huesos de los antiguos habitantes de la zona, que flanqueaban mi camino como una guardia macabra. Seguí caminando, ligeramente ladeado para evitar el contacto repugnante con los huesos y calaveras que atestaban los nichos de las paredes hasta que por fin gané unos escalones que me llevaron a un espacio abierto, o por lo menos más amplio y donde se respiraba aire mucho más puro que el de la cripta que acababa de abandonar. Me invadió una ola de esperanza que pronto se desvaneció: estaba en un mausoleo circular, había una serie de féretros en el suelo y en nichos amén de algunos esqueletos sin caja que sujetaban entre los huesos de las manos diversos objetos: uno sostenía un cáliz que parecía de oro; otro un crucifijo, también valioso; y así dos o tres cadáveres más. La visión de las piezas me llenó de satisfacción, ya que había visto ya la luna un poco más adelante; ya había encontrado la salida, y además estos nuevos tesoros se unirían a mi ya sustancioso botín. No perdí el tiempo y me dirigí a la salida; antes de nada quería respirar a pleno pulmón el aire de fuera; luego volvería a por el resto del tesoro. Cuando llegué a la salida el corazón me golpeó violentamente contra el pecho y las rodillas se me doblaron: me tuve que apoyar para no caerme en la puerta de hierro que me cerraba el paso y a través de cuyas rejas entraba el aire frío que me había dado esperanzas. Tras algunos esfuerzos pude comprobar que la puerta estaba
cerrada herméticamente; el cerrojo estaba soldado y no podría abrirla nunca. De pronto ví el cementerio y comprendí la burla. Me senté en el suelo aferrando con desesperación el tubo que portaba el lienzo, mientras contemplaba la cruz de hierro del cementerio, que brillaba maligna bajo la luna, a través de las rejas de la cripta.

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