jueves, 7 de febrero de 2013

Mi pobre cabeza


 Soy muy despistado, es cierto. "Un día vas a olvidar la cabeza" suelen decirme. Y no tendría nada de extraño; si acabo de salir de cualquier lugar, invariablemente tengo que volver porque me he dejado algo: el encendedor, las llaves, el tabaco, o los calcetines (en serio, me ha ocurrido). A veces voy a saludar a algún conocido, alargo la mano, digo: hola... y su nombre se acaba de borrar de mi memoria. Estas situaciones son para mi bastante embarazosas y las tengo que resolver con buenas dosis de ingenio.
Al final he decidido hacerme tratar por un especialista en problemas de amnesia, quizás él pueda hacer algo con mi extraña cabeza que, por ejemplo, olvida el nombre de mi mejor amigo y acto seguido recuerda los nombres de todos los reyes de Navarra, de carrerilla y por su nombre, aunque no recuerde cuando ni donde los he leído.
Tal vez a vosotros os parezca una tontería. A cualquiera se le puede olvidar algo, aunque sean unos calcetines. Pero lo que realmente motivó mi preocupación hasta el punto de seguir un tratamiento psiquiátrico sucedió cierta mañana en la que, como todos los días hice de tripas corazón y me levanté para ir a trabajar. Salí de casa medio dormido, como todos los días a esas horas y me encaminé al metro. Subí al vagón casi por instinto, casi por instinto me senté, me adormecí enseguida. Una sacudida me hizo comprender que había llegado a mi estación; baje del convoy y salí a la calle, tomando la dirección que conduce a mi trabajo.
Noté que una penumbra asaz extraña envolvía mi alrededor, pero no me alarmé; conocía el camino de memoria pese a ser tan despistado y no era fácil que me diera un trompazo aunque no viera nada. Continué inmerso en mis cavilaciones, referentes a ciertas relaciones entre la política internacional y el pensamiento de Hegel, cuando de pronto me sorprendió el silencio que había a mi alrededor: No había ruido de coches ni se oían las voces de los niños que a esas horas se dirigen al colegio.
Llegué al edificio donde trabajo, monté en el ascensor y, cuando adelanté el dedo para pulsar el botón de la planta donde se encuentra mi oficina me di cuenta de que no veía nada.
Abrí los ojos sobresaltado: Me encontraba en mi cama, en mi habitación. Miré al techo y después al despertador ¡Las nueve menos cuarto! Me había quedado dormido después de encender la luz, ahora me tocaría correr como otras veces... un momento, algo no tenia suficiente coherencia en esta situación... estaba sintiendo cómo estaba saliendo en ese momento del ascensor y caminaba por el pasillo de la empresa en la que trabajaba; ahora oprimía mi mano el pomo de la puerta de mi despacho... y sin embargo permanecía en mi habitación sin decidirme a levantarme. Fue en ese momento cuando me quedé pálido si esto era posible.
No era mi falta de resolución lo que me mantenía pegado a la cama, simplemente mi cuerpo no se encontraba en la alcoba, lo pude comprobar bajando los ojos: mi cabeza descansaba en la almohada, pero no había nada más. Mi cuerpo se había ido a trabajar como todos los días, era su costumbre asumida; pero yo me había quedado dormido. Por fin había ocurrido aquello que tantas veces me habían vaticinado: me había dejado la cabeza. ¡Menos mal que me la dejé en casa! 

@Pacoespada1

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