domingo, 23 de diciembre de 2012

Desencuentro en el frío


El reloj de la torre estaba a punto de dar las doce. El hombre giraba a cada momento la cabeza para mirar la hora; se paseaba nervioso por la plaza en la mañana más fría que recordaba en mucho tiempo. Algunas personas pasaban a su lado, indiferentes a la agitación que él sentía, arrebujadas en sus abrigos trataban de hurtar el cuerpo a la ventisca feroz de esa jornada mesetaria del mes de enero; corrían buscando algún refugio mientras el hombre hollaba la nieve con sus paseos nerviosos alrededor de la estatua ecuestre que ocupaba el centro de la plaza.
Las doce campanadas rebotaron contra la atmósfera gris. Ella no aparecía. El cielo seguía estando muy oscuro; parecía proyectar un velo sobre el corazón del hombre que, mientras tanto, golpeaba el suelo con los pies para calentarlos. Pensaba en ella, su imagen clavada siempre en su cerebro; en el silencio de la noche o en el bullicio de las calles, daba igual. Ella siempre estaba allí.
Los latidos de su corazón se redoblaron; un torrente de sangre corría loco por sus venas como el fuego sobre un reguero de pólvora. Sentía arder sus sienes y se apoyó en el pedestal del monumento porque temió desfallecer. Una mujer atravesaba la plaza caminando hacia él, se cubría con un abrigo de pieles y un gorro del mismo material; aquel andar airoso, decidido, insinuante… era ella, no le cabía duda. La mujer pasó de largo sin mirar a Sergio. Se había equivocado, no era ella como había creído al verla de lejos, con la cara tapada por el cuello del abrigo. Sintió una losa pesada y fría sobre su pecho, anticipo de otra aún más fría y pesada que pronto le cubriría por entero y que él ya no sentiría sobre sí. Había tomado ya la decisión porque sabía que ella seguiría siempre con ese otro al que estaba unida por el matrimonio, por las apariencias, elemento fundamental en las relaciones sociales, sobre todo en una ciudad de provincia.
Sabía que nunca llegarían a unir sus vidas, ni siquiera sus cuerpos, y sabía también que esa cita era una locura, una estupidez. La promesa que le había arrancado la tarde anterior en un momento de desesperación no era una muestra de amor si no de preocupación; ella podía temer que el hombre se arrojara al río desde el puente como juró que haría si no accedía al encuentro.
Pero… ¿Y si no fuera así? ¿y si ella acudía al fin y al cabo dispuesta a huir con él? ¿Y si le amaba?
Sin embargo, a medida que el tiempo se separaba de las doce y ella continuaba sin aparecer, lo que había intuido, lo que había sabido siempre en el fondo de su ser, es decir, que el objeto de su pasión no llegaría a vivir a su lado nunca, se convertía en una realidad tangible, inexorable como una sentencia. Se acabó el tiempo, se acabaron las ilusiones; Solo quedaba el puente y debajo el río con sus aguas profundas, heladas, acogedoras. Ellas calmarían para siempre su dolor y su ansiedad.
Pero aún esperaría un poco más. Podría haber pasado algo, tal vez se hubiera retrasado por algún motivo imperioso, motivo que no impediría que fuera por fin a su cita y que pudiera verla venir corriendo para arrojarse en sus brazos, porque, ¿qué podía haber más importante que la pasión que los unía?
La campana dio la una en el reloj de la torre. Una figura masculina arrastró los pies por la nieve al salir de la plaza por una calle lateral que desembocaba en el puente que cruzaba el río.
Diez minutos después una mujer llegaba a la plaza mirando alrededor, con movimientos rápidos de cabeza, casi como un pájaro. Parecía buscar a alguien. La mujer cruzó la plaza pensando en tragedias, en llamas que se apagan. Entendía que algo malo había ocurrido a causa de su retraso. Si era así nunca podría perdonárselo. El viento invernal la rodeaba con aullido de reproche y la mujer pensó en el hombre. Tenía la sensación de que el último encuentro que tuvo con él había sucedido hacía mil años.
En realidad lo había conocido el mes anterior y, en ese espacio de tiempo se había convertido en el centro de gravedad sobre el que giraba su vida. Comenzó a notar su propia transformación a los pocos días de conocerle, en una fiesta que se celebraba en casa de una amiga común, por quien fueron presentados. Pronto comprendió que el interés del hombre por ella era muy especial, vio esta situación con unos ojos que no eran corporales, porque a ella también su aparición le había calado hondo. Sabía que no eran casualidades los encuentros en la entrada del teatro cuando ella llegaba con su marido, o que en todas las fiestas de notables a las que acudía estaba él, y ello sin ser ninguna de los personajes locales relevantes. El desdén que había sentido en un principio hacia el hombre se había transformado al poco tiempo, sin saber cómo, en una pasión irremisible, una sensación de vacío y de plenitud a un tiempo que le hacía soñar con él en todas y cada una de aquellas noches escarchadas de ciudad esteparia. Temía incluso, que pudiera haber pronunciado su nombre en sueños; la sospecha derivaba de algunas miradas de su marido que parecían ocultar un trasfondo amargo, de aguas turbias donde antes había fuente de cristal.
A ella sin embargo, en el fondo le traía sin cuidado lo que pudiera pensar su esposo ya que, cuando el hombre le había declarado su amor y su deseo sintió que las ataduras de su matrimonio se habían roto definitivamente y ahora ya no recordaba qué nexo real le había unido al hombre que dormía con ella.
Recibió el azote del frío en la cara y recordó el ultimátum que él había pronunciado el día antrior después de rogarle, y maldecirle: Si no se marchaba con él se quitaría la vida.
Pensar que ahora estaría muerto en cualquier sitio era algo que sufría como una y mil muertes; sintiendo una agonía que no le dejaba pensar salió de la plaza y se encaminó calle abajo casi a tientas pues sus ojos se habían cuajado de lágrimas, hacia el puente sobre el río helado. Si todavía pudiera encontrarle, detenerle…
Las palabras del hombre resonaban sin cesar en su cabeza mientras recorría el jeroglífico de calles que conducían al río, sin fijarse demasiado por donde iba, los pies la conducían por la fuerza de la costumbre, llegó al puente sintiendo que el corazón se le escapaba garganta arriba por el miedo y la esperanza. Pronto vio que allí no había nadie, salvo ella y su terror, que parecía haber tomado cuerpo. Sabía que el puente era el lugar favorito de él y que, por confesión de este, era su lugar ideal para morir. Las lágrimas corrían por su rostro como glaciares diminutos mientras buscaba algún indicio, algún vestigio por mínimo que fuera, que le permitiera pensar que estaba vivo, pero lo único que la acompañaba era su desesperación, que junto con sus lágrimas heladas descendió a unirse con la corriente turbulenta.
Alguien oyó un grito desgarrado de mujer que se interrumpió en seco, alguien que no le prestó más atención y siguió su camino mientras, al otro lado de la ciudad, en una taberna mugrienta, el hombre apuraba su enésima copa y, con los consejos del vino trataba de justificar el hecho de que aún continuara en este mundo con la idea de que no merecía morir por una mujer que había faltado a su promesa. Dentro de él, en lo más profundo de su conciencia, brindaba por su cobardía. 

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